El Juego Silencioso que Rompió Internet

Nunca busqué diseñar un juego. Busqué escuchar. En mi primera mañana en el puerto de Auckland, lancé una línea como un niño lanzando guijarros a las olas—sin saber qué perseguía. El pez no importaba mi estrategia; pero el mar sí. Me enseñó que la victoria no está en las capturas grandes, sino en la quietud entre lanzamientos. Empecé a rastrear patrones: no tasas de ganancia, sino la danza de la luz sobre el agua al atardecer. El océano tiene su propia gramática. Dejé de llamarlo ‘pesca’. Ahora lo llamo ‘co-creación’. Cada jugador en el muelle aporta su historia: una abuela de Yakarta esperando sardinas al amanecer; un joven de Lagos riendo cuando la red se abre justo bien. No competimos por botín. Componemos juntos. Mi presupuesto? Una cafés, veinte minutos, una red. ¿Si no llega el pez? Sigue valiendo—porque la alegría vive en la pausa entre olas.